Un enano vampiro que aterroriza una ciudad

Muchos aseguran haber visto su sombra maléfica merodeando en las noches por las inmediaciones del cementerio de Flores, en el corazón de Buenos Aires. De ser así, el alma de este enano vampiro que aterrorizó a tantas almas buenas porteñas no descansa en paz.

Y debido a que en Bajo Flores, localidad ubicada sur de Flores, casi nadie se atreve a negar la existencia de su espectro y que éste suele evocar y presagiar horrores inimaginables, los vecinos del popular barrio suelen colgar ristras de ajo en puertas y ventanas, para mantenerlo alejado de sus casas y de sus animales. 

Es que la historia de Belek es trágica, terrible, dolorosa; una que no debería ser contada a los más chicos. Tuvo lugar a principios de los años 70 del siglo pasado, con la llegada de un circo ruso a la capital argentina.

El Circo de los Zares provenía de la región de los Cárpatos, la misma donde vivió el mismísimo Conde Drácula. En aquel lugar Belek se unió a la compañía y en poco tiempo despuntó como una de las atracciones del circo, ganándose el respeto de los payasos, malabaristas, funambulistas y demás compañeros de trouppe y del aplauso en general del público.

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Muchas veces, dicen, el pequeñajo desaparecía de manera misteriosa y regresaba antes del amanecer.  

Todo cambió una noche –para mal– cuando el dueño del circo, Boris Loff, se halló ante una escena que le heló la sangre: tras escuchar unos chillidos espantosos, se acercó a la jaula de los simios y descubrió a Belek abalanzado encima de una mona tití, mordiéndole el cuello y tratando de succionarle la sangre.

Aquella atrocidad no era un producto de su imaginación. No, no, no. La Mujer Barbuda y el Hombre Bala fueron testigos de excepción.

Loff comprendió entonces el por qué otros animales de su circo habían muerto de forma tan misteriosa, desangrados. Belek tenía que ser el responsable. Espeluznado, sin recuperarse del todo del impacto, resolvió expulsar al enano del circo. A partir de ese momento, el engendro comenzó a vagar por las calles de la ciudad, de un lado al otro, sin alimento ni cobijo, en completa soledad, hasta que por fin dio con una vieja casona de Bajo Flores que le serviría de refugio. Nunca más, dicen los porteños, volvió a vérsele de día.  

Agencias