Ser hijo de un capo de la droga es una desgracia

Juan Pablo Escobar Henao fue un niño que creció aislado del mundo y con pocos amigos. Sus compañeros de juego eran algunos de los mayores asesinos de Colombia, a quienes recuerda por sus alias del mundo criminal: Arete, Otto, Mugre, Pinina, Chopo, Misterio y Agonías, entre otros.

Con ellos jugaba futbol y Nintendo, pues los padres de familia del colegio al que asistía les prohibían a sus hijos relacionarse con él.

Eran finales de los ochenta y el padre de Juan Pablo, Pablo Escobar Gaviria, jefe del Cártel de Medellín, era considerado por la revista Forbes el hombre más rico de Colombia, con una fortuna de 3 mil millones de dólares.

También era el asesino más implacable del país. Ya había mandado matar al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla; al director del diario El Espectador, Guillermo Cano; al líder liberal Luis Carlos Galán, y a 107 pasajeros de un avión de Avianca al que ordenó ponerle una bomba. Integrantes de la elite hacían negocios con él, pero no lo aceptaban como amigo. El Club Campestre de Medellín lo rechazó como socio.

Juan Pablo –primogénito y único hijo varón de Pablo– fue un niño mimado y feliz. A los cuatro años su papá le compró su primera motocicleta, una Suzuki amarilla con rueditas laterales para no caerse.

Al cumplir 11 años ya tenía una colección de 30 motos. Entre sus regalos de infancia recuerda la espada original del libertador Simón Bolívar y un departamento de soltero con enormes alcobas, bar y una alfombra de piel de cebra en la sala.

Los chocolates de su primera comunión fueron traídos desde Suiza en el jet privado del Patrón, como llamaban a su padre los sicarios a su servicio.

Además de las excentricidades, Juan Pablo recuerda a un papá cariñoso y cercano que aun en sus largas temporadas de clandestinidad se las arregló para mantener contacto con sus dos hijos –él y su hermana menor, Manuela– y con su esposa, María Victoria Henao, la madre de ambos. Lo hacía mediante cartas “con muy buenos consejos”, mensajes de audio grabados en casetes y visitas intempestivas a donde ellos estuvieran.

En medio de su guerra contra el Estado colombiano, el jefe del Cártel de Medellín solía contar cuentos infantiles a sus dos hijos. Era capaz de ordenar un asesinato por los radioteléfonos que utilizaba como sistema privado de comunicaciones y un minuto después portarse como un diligente padre y esposo.

La familia era su debilidad y sus enemigos lo sabían demasiado bien. Tanto, que ese factor fue determinante en su muerte, ocurrida el 2 de diciembre de 1993.

Ese día, Escobar Gaviria –que desde su fuga de la cárcel La Catedral, 16 meses antes, había logrado eludir al Bloque de Búsqueda, una fuerza policiaca y militar de elite creada exprofeso para dar con su paradero– fue ubicado mediante un rastreo electrónico de la CIA en una casa en Medellín.

Una llamada telefónica a Juan Pablo, quien estaba en un hotel bogotano con su madre y su hermana, permitió su localización. El narcotraficante fue abatido de tres disparos mientras intentaba huir por un tejado.

Doble identidad

A partir de ese día Juan Pablo Escobar Henao quien afirma que su padre en realidad se suicidó de un disparo en el oído derecho– supo que ya no podía vivir con ese nombre. Seis meses después se lo cambió en una notaría de Medellín por el de Sebastián Marroquín Santos. Más de la mitad de sus casi 38 años se ha llamado así.

Es un hombre con dos identidades, la del arquitecto y diseñador industrial que reside en Buenos Aires; y la del niño y adolescente que fue en Medellín. Una y otra tienen la marca ineludible de Pablo Escobar Gaviria.

“Yo siento el corazón y el alma partidos a la mitad. Por un lado tienes un enorme afecto por el padre, por ese ser querido y muy presente a nivel familiar, por sus detalles, no por la calidad de los regalos que me daba, sino por la calidad humana que sentía de él.

Pero por otro está el Pablo Escobar que fuera de la casa no temía a nada ni a nadie y que con su poder económico, su poder militar, su poder corruptor y destructor, terminó avasallando un país. Y no puedo ser ajeno al dolor de las víctimas que él causó”, dice en entrevista.

Por primera vez en dos décadas Juan Pablo ha vuelto a utilizar su nombre de infancia. Lo hizo para presentar el libro Pablo Escobar, mi padre, que lanzó en Colombia, Argentina y Uruguay en noviembre pasado bajo el sello de Planeta y en el cual desarrolla “una investigación personal e íntima” del hombre al que la justicia colombiana vincula con unos 5 mil homicidios.

Sostiene que en el proceso de elaboración debió enfrentarse de nuevo a su padre, a quien ama “de manera profunda” pero a quien reprocha el daño causado a tantos colombianos: “A ese personaje violento yo lo cuestioné con ferocidad. Yo lo enfrentaba, porque nunca estuve de acuerdo con las bombas que ponía”, asegura.